Joan Fontcuberta
(Barcelona, 1955), fotógrafo y ensayista (Premio Nacional en ambas
disciplinas), lleva décadas analizando nuestra relación con la fotografía, su
titánica transformación, impulsada principalmente por el uso del móvil y las
redes sociales, y nuestra nueva condición de homo-fotograficus, término que acuñó en
cierta ocasión. No se trata de una mera revolución artística sino de un cambio
radical en nuestra manera de convivir y expresarnos. Fontcuberta, que en 2011
publicó un libro premonitorio sobre los selfies, A través del espejo (La
Oficina), seleccionó en 2014 a la fotógrafa Laia Abril
(Barcelona, 1986) para participar en la 14ª Bienal
Internacional de la Imagen Contemporánea de Montreal, dedicada a la
“posfotografía”. Abril presentó su proyecto Thinspiration,
que documenta trastornos de la alimentación como la bulimia y la anorexia a
través de los selfies de enfermas. Ambos creadores entablan un diálogo
sobre la deriva actual de la fotografía.
Pregunta.
¿Hacemos demasiadas fotos?
Joan Fontcuberta. Al principio las imágenes escaseaban
y por eso eran valiosas. Hoy se ha invertido la tónica y las imágenes son más
numerosas que las cosas. Lo paradójico es que muchas fotos se toman ya sin la
intención de que sean miradas, o sea, el gesto fotográfico prevalece sobre la
imagen resultante. Pero lo más distintivo, para mí, es la aparición de una
fotografía “conversacional” en la que las fotos actúan como mensajes que nos
enviamos unos a otros. Antes la fotografía era una escritura, ahora es un
lenguaje. Hablamos con fotos. ¿Nos preguntaríamos si hablamos demasiado?
Laia Abril.
Hacemos muchas fotos, no sé si demasiadas. Antes distinguíamos foto amateur
de foto profesional, foto utilitaria de foto de recuerdo. Sin embargo, el uso
de la fotografía que se da hoy en día se ha ampliado enormemente. Coincido con
Joan: hablamos fotografía. Esta bulimia fotográfica tiene repercusiones. Si
llevamos la cuestión al terreno profesional es otra historia. A nivel
documental mi mayor preocupación es que hacemos demasiadas veces las mismas
fotos esperando un resultado diferente. Nuestro lenguaje visual está
evolucionando a una velocidad absurda y pretendemos influir a la población o
sensibilizarla hablando en latín.
J. F.
Para mí las redes sociales son medios de comunicación muy útiles si se utilizan
adecuadamente. Yo sólo me valgo de Facebook y confieso que no me ocupo yo
personalmente sino que mi página la gestiona mi ayudante. Es una cuestión de
falta de tiempo y de prioridades.
L. A. En
mi carrera, Internet y las redes sociales han sido siempre un elemento clave.
La mayoría de mis personajes e historias han surgido gracias a ellas. A nivel
profesional hago de ellas un uso diario.
P. ¿Lo
que estas nuevas herramientas están provocando en la fotografía es bueno o
malo?
L. A.
Probablemente, estas nuevas herramientas lo que han provocado es el nacimiento
de algo que ni siquiera es fotografía. Se asemeja, pero podríamos estar
hablando de una nueva práctica, ¿a lo mejor posfotografía? Más allá de la
semántica, a mí la evolución de la fotografía, del mundo de la comunicación y
el emerger de todas estas nuevas formas narrativas, no solo no me parece
negativo, sino que me parece extremadamente interesante.
P.
¿Qué revelan de nuestra sociedad los selfies?
J. F. Los
selfies
no son una moda sino un nuevo género que ha llegado para quedarse, como la foto
de bodas o los retratos de identidad para documentos. Ya hay tesis doctorales,
libros y artículos que analizan el fenómeno selfie. He leído hace poco por ejemplo
uno muy divertido que explicaba que en 2014 han muerto en todo el mundo más
personas intentando tomarse un selfie en situaciones de riesgo que por
ataques de tiburón. Interpretaciones superficiales dirán que los selfies
traducen el narcisismo de nuestra sociedad. Para mí se trata en cambio de
nuevas formas de inscripción autobiográfica.
L. A. Hay
una creación de la identidad a través de las imágenes que nos sacamos y
presentamos al mundo. Yo he investigado, por otro lado, cómo el selfie
puede ser a la vez auto-destructivo. Hay comunidades como la Pro-Ana (chicas
que viven la anorexia como un estilo de vida) que pese a tener una vida online
larga —el movimiento nació hace 15 años— han evolucionado con la tecnología y
están utilizando la fotografía y las redes sociales para enfermarse aún más. Al
mismo tiempo, también es parte de su identidad, como colectivo, pero al
obsesionarse con fotografiar partes de su cuerpo consiguen desaparecer, entre
otras cosas, gracias a sus autorretratos.
P. Nos
expresamos cada vez más con imágenes trucadas, con filtros… ¿El valor
documental de la fotografía se perderá definitivamente?
J. F. Las
fotografías siempre han sido falsas, no son más falsas ahora que antes. Lo
diferente es que ahora somos más conscientes de esa falsedad, la falsedad se ha
hecho obvia. Para mí su valor como documento no debería depender de la
autoridad de la fotografía sino de la credibilidad del fotógrafo.
L.A. No
hay alteración más extrema de la realidad que una foto clásica
en blanco y negro. Quizá ahora es el momento no tanto de elegir un medio de
comunicación como directamente a los documentalistas, periodistas o agencias en
los que confiamos, sabiendo que lo que hagan lo van a hacer con respeto y que
conocerán los limites según la historia que quieran contar.
P. ¿Y
su valor estético y emocional?
J. F. Siempre
he pensado que no hay buenas o malas fotografías, sino buenos o malos usos de
la fotografía. Por la misma razón, el valor estético y emocional de las fotos
dependerá de cómo las manejemos.
L. A.
Nuestros recuerdos estarán impregnados de la estética de nuestra época. Cada
momento ha tenido su plasticidad concreta, creo que el hecho de que la gente
tenga que elegir entre tal o cual filtro, o decida formatos, o se involucre en
la composición o creación artística de sus imágenes, es solo algo positivo para
nuestra evolución artística colectiva.
P. ¿El
tradicional álbum familiar acabará siendo una reliquia de museo?
J. F. De
hecho ya es la reliquia de una cierta cultura fotográfica. En los últimos años
se han prodigado estudios y exposiciones históricas sobre el álbum familiar, y
para hacer una autopsia necesitamos un cadáver. Lo que ocurre, de todas formas,
es que desaparece la carcasa tradicional del álbum familiar, pero no la
necesidad o el impulso de salvaguardar recuerdos, que migran a las redes sociales
o a las tarjetas SIM de los teléfonos inteligentes.
L. A.
Acabará siendo una reliquia como lo es el vinilo. Sin embargo, en una época tan
virtual, los objetos han tomado un valor y una intensidad emocional muy
especial. A veces, la gente, y me incluyo, necesitamos tocar cosas, tener
cosas. Lo echamos de menos. Eso no significa volver a hacer álbumes familiares,
pero sí que es posible que en lugar de almacenar polvorientas carpetas que
nunca volvíamos a mirar (algo similar a lo que nos sucede con esos discos duros
llenos de ahora) nos interese crear algún objeto visual más tangible y real.
P. Una
encuesta de la Academia Estadounidense de Cirugía Plástica Facial y
Reconstructiva reveló hace unos meses un aumento en las operaciones derivadas
de la imagen en redes sociales. Las pacientes, muchas, adolescentes, querían
operarse solo para salir mejor en los selfies, lo que plantea muchos
problemas a los médicos, no se puede operar una foto. ¿Nos estamos volviendo
definitivamente locos?
J.
F. En la era de la imagen debería prevalecer otra
estrategia: no hace falta acudir al cirujano plástico, basta con aprender a
retocar bien con el photoshop. Lo que sucede, más genéricamente, es que por
primera vez en la historia nuestra apariencia y la forma como queremos que los
demás nos vean ya no está en manos ajenas, de artistas o fotógrafos
profesionales, sino que podemos moldearla nosotros mismos. Eso ensancha tanto
nuestra libertad como nuestra angustia.
L.A. La
imagen es un elemento tan potente que lo que puede tener de beneficioso lo
tiene de problemático y peligroso. Por eso es tan y tan importante educar a los
niños (y no tan niños) a como leer lenguaje visual y así poder ser crítico con
ello. Por ejemplo, uno muy básico, que entiendan que cuando una imagen está manipulada
es irreal. Nuestra sociedad pre-selfie era ya una sociedad
obsesionada con la imagen, donde los cánones de belleza o la presión por un
ideal absurdo venían promovidas por la moda y la publicidad. Ahora ha
traspasado fronteras, y sus consecuencias se ven en la población a través de
sus perfiles de Internet, pero antes también había consecuencias, solo que no
las podíamos ver en Facebook.
P.
¿Cómo interpretan la vuelta de muchos fotógrafos jóvenes al carrete analógico?
¿Es algo más que nostalgia?
J.
F. No creo que se trate de una tendencia significativa sino
muy minoritaria y puramente testimonial. Por similares motivos siempre han
seguido habiendo fotógrafos interesados en la técnica del daguerrotipo u otros
procedimientos artesanales del siglo XIX. Puede entenderse como un gusto por el
proceso mismo, más que por la eficacia del resultado. Hoy nos desplazamos en
automóvil pero unos pocos montan a caballo. Ni los carretes ni la equitación
desaparecerán por completo, pero se han convertido en sistemas excepcionales y
poco sostenibles.
L.A.
Recuerdo cuando la fotografía digital llegaba a nuestras casas y siempre se
decía esa frase de “es más rápido y económico, pero nunca tendrá la misma
calidad de un negativo”. Pues bien, hace un buen rato que eso no es así, y los
sensores de las cámaras digitales tienen tanta calidad que perciben más que el
ojo humano. Ese tipo de hiperrealismo, esa perfección del píxel, en ocasiones,
nos ha alejado de las imágenes a nivel emocional. A veces tengo la impresión de
que hacen los teléfonos con mejores y mejores cámaras para que luego las destrocemos
con 25 filtros vintage. Unos filtros que nos lleva a un lugar en el pasado,
más cercanos a nuestra infancia, o a la de nuestros padres, en definitiva a una
imperfección más humana.
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