Un spot
televisivo para anunciar un nuevo modelo de cámaras digitales Samsung
compendiaba en 60 segundos todo un tratado fenomenológico de la evolución de la
fotografía: nos encontramos en una playa solitaria y una muchacha pasea
avanzando hacia la orilla. De repente descubre un cadáver mecido por las olas y
empieza a chillar despavorida. Pero saca su cámara y dispara una y otra vez con
fogonazos de flash. Después de unas tomas, agarra unas algas y las echa
al lado del cuerpo, para que entren en el encuadre. Sin dejar de disparar,
habla a alguien con su móvil. Finalmente, se da la vuelta y se hace un selfie con el
ahogado de fondo. El anuncio termina con
la aparición del eslogan: “¡Hay tantas escenas interesantes en la vida!”.
Conclusión: necesitamos tener nuestra cámara siempre dispuesta para no
perdernos esas ocasiones irrepetibles.
En la ergonomía del selfie destacamos en primer lugar que la
exploración de la realidad no se efectúa con el ojo pegado al visor de la
cámara. La distancia física y simbólica que se interpone, acrecentada a menudo
por ese ridículo adminículo que es el selfie-stick (o palo de selfie),
esto es, la pérdida de contacto físico entre el ojo y el visor desprovee a la
cámara de su condición de prótesis ocular, de aparato ortopédico integrado a
nuestro cuerpo. Ya no hay proximidad, ahora la realidad aparece en una
proyección fuera del cuerpo, distinta de la percepción directa, en una imagen
que ocupa una pequeña pantalla digital y que ya ha sido procesada. Pero es en
lo epistemológico donde el selfie introduce un cambio más sustancial ya
que trastoca el atávico noema de la fotografía “esto–ha–sido”
por un “yo–estaba–allí”.
Desplaza la
certificación de un hecho por la certificación de nuestra presencia en ese
hecho: por nuestra condición de testigos. El documento se ve así relegado por
la inscripción autobiográfica. Inscripción que es doble: en el espacio y el
tiempo, es decir, en el paisaje y en la historia. No queremos tanto mostrar el
mundo como señalar nuestro estar en el mundo.
Un grupo de fotógrafos de
la Byron Company realiza un selfie pionero en diciembre de 1920. Colección del
Museum of the City of New York
Este afán
autobiográfico implica la inserción del yo en el relato visual con tal arrebato
de subjetividad que en lo psicológico activa el estruendo de la erupción
narcisista mientras que en lo estético desactiva el canon documental inherente
hasta ahora en la foto vernacular. Cabe entonces preguntarse si el selfie
es la expresión de una sociedad vanidosa o egocéntrica. La respuesta es que no
necesariamente: de hecho, aunque Internet funcione como un gran altavoz del narcisismo
—como de tantas otras cosas—, la afirmación del yo y la vanidad han recorrido
toda la historia de la humanidad. Los selfies apelan a precedentes en la
historia de las imágenes, pero, como cuenta Jennifer Ouellette, funcionan en la
era digital como “reguladores de sentimientos” que siguen alimentando la
necesidad psicológica de extender la explicación de uno mismo. La gran
diferencia es que esta explicación
se encuentra, por un lado, al alcance de todo el mundo y, por otro, se ve amplificada a través de la caja de
resonancia de las redes sociales y de los servicios de mensajería electrónica.
Internet introduce su particular forma de confrontarnos con la condición
maleable de la identidad. Antaño la identidad estaba sujeta a la palabra, al
nombre que caracterizaba al individuo. La aparición de la fotografía desplazó
el registro de la identidad a la imagen, en el rostro reflejado e inscrito. Con
la posfotografía llega el turno a un baile de máscaras especulativo donde todos
podemos inventarnos cómo queremos ser. Por primera vez en la historia somos
dueños de nuestra apariencia y estamos en condiciones de gestionar esa
apariencia según nos convenga. Los retratos y sobre todo los autorretratos se
multiplican y se sitúan en la Red expresando un doble impulso narcisista y
exhibicionista, que también tiende a disolver la membrana entre lo privado y lo
público.
En el “enjambre digital” —según
término acuñado por Byung-Chul Han para
referirse al espacio social de Internet—, todos interactuamos en una red
infinita de conexiones donde modelamos las identidades en función de esos
vínculos. En ese enjambre el fenómeno selfie constituye un significativo
síntoma que proclama la supremacía del narcisismo sobre el reconocimiento del
otro: es el triunfo del ego sobre el eros. Pero su avasallante irrupción entre
las prácticas posfotográficas debe leerse en clave de gestión del impacto que
deseamos producir en el prójimo. No olvidemos que por primera vez en la
historia esa gestión no depende de fabricantes de imágenes ajenos a nosotros,
se trate de artistas o fotógrafos profesionales, sino que está en nuestras
manos. Por tanto, también lo está su sentido moral o político, y la
responsabilidad que esa facultad entrañe.
Es cierto que
en los selfies más comunes la voluntad lúdica y autoexploratoria
prevalece sobre la memoria. Básicamente lo que hoy pedimos a las fotos es que
se puedan compartir y que se adapten a dinámicas conversacionales. Tomarse
fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción
y de los rituales de comunicación de subculturas posfotográficas de las que,
aunque capitaneadas por jóvenes y adolescentes, casi nadie queda al margen.
Estas fotos ya no son recuerdos para guardar, sino mensajes para enviar e
intercambiar; las fotos se convierten en puros gestos de comunicación cuya
dimensión pandémica obedece a un amplio espectro de motivaciones: pueden ser
utilitarios, celebratorios, formalistas, introspectivos, seductores,
eróticos, pornográficos… y hasta de
transgresión política. Este repertorio pivota para Edgar Gómez Cruz alrededor
de cuatro ejes: juegos de identidad, narrativas del yo, autorretratos como
terapia y experimentación fotográfica. A esto habría que añadir que hoy en
muchos casos las fotos ya no se toman para ser vistas, sino que se han
convertido en una ocupación que va mucho más allá de sus usos originales
(representación, testimonio, memoria, etcétera) para convertirse en algo
inalienable de la propia vida, a caballo entre la adicción y el placer: el acto
de fotografiar puede prevalecer sobre el contenido de la fotografía.
Técnicamente, en la masiva producción de selfies se diferencian dos
principales modalidades operativas, que pueden ser designadas con sendos
neologismos de autofoto y reflectograma. Para el primero solo es
menester un objetivo gran angular y un brazo lo suficientemente largo como para
encajarnos en el encuadre a base de un sistema de prueba y error, porque aunque
algunos teléfonos van provistos de cámaras por los dos lados —como concesión a la
selfimanía—, lo más habitual es tener que disparar a ciegas. En el
reflectograma, en cambio, nos hacemos el autorretrato frente a un espejo,
lo cual, aunque siempre intervenga una cierta dosis
de aleatoriedad, aporta un mayor grado de control. Sin duda esa ventaja
justifica que los reflectogramas hayan precedido a las autofotos tanto en la
fotografía analógica como en el imaginario digital. Desde la perspectiva de la
cultura fotográfica, la presencia simultánea de la cámara y el espejo nos
regala en los reflectogramas sustanciosas implicaciones de alcance ontológico y
simbólico.
A veces se ha
considerado la fotografía analógica como una disciplina propia de los elfos,
esos seres de la mitología escandinava sobresalientes por su belleza e
inmortalidad. Ambos dones han contribuido a perfilar el horizonte de lo
fotográfico: la verdad y la estética, el tiempo y la memoria. Si se me permite
terminar con un juego de parónimos, diría que si la fotografía ha sido élfica,
la posfotografía está siendo sélfica. Y esta dimensión sélfica no
constituye una moda pasajera, sino que consolida un género de imágenes que ha
llegado para quedarse, como los retratos de pasaporte, la foto de boda o la
turística. Aunque nos pueda desagradar su diagnóstico, los selfies
constituyen un material en bruto que nos ayuda a entendernos y a corregirnos. Y
del que ya no sabremos renunciar.
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