Mikel Aramburu describe en Bajo el signo del gueto (2002)
cómo los inmigrantes utilizan calles y plazas de manera más intensiva que los
autóctonos porque, por razones materiales, a menudo no pueden acceder a otros
lugares. El antropólogo vasco asegura que esas “agrupaciones de inmigrantes en
los espacios públicos tienen un déficit de legitimación social” y desatan
rápido políticas institucionales de restricción, persecución y control.
Lavapiés, donde conviven 88 nacionalidades, es un buen ejemplo.
En la exposición fotográfica Cabestro, la licenciada en
Bellas Artes Carol Caicedo (Madrid, 1989) trata de abordar este fenómeno, y
deja en el camino alguna captura que recuerda a las dístopías de George Orwell:
“Ahora que aumenta la inversión privada y la especulación en Lavapiés, se
proyecta una determinada imagen, la cara A, que sirve para promocionar el nuevo
barrio de moda en la capital. La cara B, con la que yo trabajo, es una losa de
cemento como plaza, desprovista de mobiliario urbano, con cámaras de seguridad,
donde se reúnen quienes no pueden ir a las terrazas. Partiendo de ahí, trato de
recrear esa atmósfera represiva”.
LA CARA B ES UNA LOSA DE CEMENTO, DESPROVISTA DE MOBILIARIO
URBANO, CON CÁMARAS, DONDE SE REÚNEN QUIENES NO PUEDEN IR A LAS TERRAZAS.
Entre las empinadas calles de Lavapiés, y con vistas a la
misma plaza que aparece en las fotografías, se encuentra El Cuarto de
Invitados, una galería coordinada por siete artistas que carece de subvenciones
y financiación exterior, y a la que van a parar exposiciones y proyectos de
esta suerte. Sus coordinadores eligen a un comisario que cuenta con total
libertad para llevar a cabo la muestra y este, a su vez, escoge al siguiente.
La apertura del nuevo curso corresponde a Semíramis González (Gijón, 1988),
gestora cultural, bloguera y firma habitual de PHotoEspaña. Fue ella quien
seleccionó el trabajo de Carol Caicedo, que se muestra allí hasta el 23 de
octubre.
La morfología de esta plaza se asemeja a la arquitectura
carcelaria. Su estructura, parecida al patio de una prisión, sugirió a la
autora resortes visuales para trabajar la idea de límites físicos, psíquicos y
sociales. “Hablando de los suicidios en el Reino Unido, una autora dijo que no
necesitamos una pistola para matar a alguien, no necesitamos levantar muros
para construir una cárcel. Es verdad. En
la ciudad es fácil vivir con la sensación de encierro. Quiero evocar ese estado
mental”, declara.
En su soliloquio, Caicedo recurre a una cita de Arturo Barea
extraída de La forja de un rebelde (1940): “Si resuena Lavapiés en mí, como
fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones: allí aprendí
todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a dios y a maldecirle. A odiar y a
querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia
infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba”. La
fotógrafa dice identificarse plenamente con esas palabras redactadas desde el
exilio porque, a su juicio, describen ese Lavapiés de extremos. Además, la autora
revela un interés por la historia del barrio que queda patente, por ejemplo,
cuando capta los restos del Convento de Santa Catalina que se alzó, hasta 1973,
en lo que hoy es la plaza de Nelson Mandela. La imagen contrapone aquellos
restos de piedra caliza con los grises materiales que hoy revisten el lugar.
Los planos cenitales evocan a aquellos que conceden las
cámaras de videovigilancia que, desde 2009, pueblan las esquinas de Lavapiés.
La geometría del espacio aparece en contraste con la vida: la piel de una mano
sobre el hormigón, el pájaro tratando de cargar con comida en un paisaje
formado por líneas rectas, un niño colándose entre los barrotes, el tigre de un
tatuaje como símbolo de la naturaleza perdida.
MADRID ES UNA CIUDAD SEGREGADA, CON UNA DISTRIBUCIÓN URBANA
BASADA EN LA CLASE.
Caicedo apoya su trabajo en las teorías de Erving Goffman
sobre lasinstituciones totales. La fotógrafa también encuentra a su musa en el
panóptico ideado por Jeremy Bentham y, sobre todo, en los discursos que sobre
este discurrió Michel Foucault en Vigilar y castigar(1975). “No estoy
documentando una realidad con pretensiones de objetividad. Parto de lo
específico, una plaza, para ahondar en algo universal: los límites, el control,
la vulnerabilidad. Madrid es una ciudad segregada, con una distribución urbana
basada en la clase”, aclara. Como argumenta, incluso la esperanza de vida varía
entre unos barrios y otros de la capital.
Otra cosa es que los mismos vigilados, de los que trata la
exposición, pasen por El Cuarto de Invitados. O que esta obra pueda, realmente,
plantear una reflexión sobre el barrio. Con todo, esa es la voluntad de
González. El 8 de octubre, aprovechando la exposición, el cuarto alojará otra
conversación: El espacio público en Lavapiés. Arte, género y habitabilidad.
“Aunque algunas problemáticas sí encuentran eco entre los artistas que trabajan
aquí, como las redadas racistas contra personas sin papeles o las cámaras de
seguridad, otras, como las agresiones sexuales o el hostigamiento verbal
callejero, parecen invisibles”, explica la comisaria. La misma Caicedo padeció
acoso verbal, por el mero hecho de ser mujer, a lo largo del año en el que
captó estas fotografías. “A las mujeres eso nos ocurre en Lavapiés y en
cualquier otro sitio”, asegura González.
El nombre de la muestra, Cabestro,tiene una doble acepción.
Por un lado, alude a la calle que desemboca en la plaza, Cabestreros, y que es
al tiempo un homenaje a quienes intercambiaban su ganado allí, hace ya un
siglo. En 2014, el consistorio regido por Ana Botella la bautizó como plaza de
Nelson Mandela; la misma semana en que la alcaldesa daba el nombre de Margaret
Thatcher a uno de los recovecos de la gran glorieta de Colón, y que hasta
entonces carecía de una designación propia. Por otro lado, y como cuenta la
fotógrafa, el cabestro es un buey manso que guía a las reses bravas; así, el
trabajo también se refiere a la torpeza de quienes se dejan dirigir por otros.
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