Cada cierto tiempo, culebrón de verano, algún escritor de postín se entretiene en lanzar sus dardos condescendientes contra lo que para él tiene regusto a “arte actual”, esas producciones insulsas que no merecen estar en un museo. ¿Cómo puede entrar en el sanctasanctórum algo de tan “mala calidad” y, sobre todo, tan banal, una mofa que los pobres ignorantes sin criterio propio —los expertos y el público— miran arrobados, incapaces de discernir la diferencia entre una “genuina” obra de arte y el palo de una escoba?
Flemática —a estas alturas he oído de todo—, doy un sorbo al té y pienso: ¡menos mal que por fin llega alguien capaz de abrirnos los ojos! Me quedo mucho más tranquila tras comprobar que aún quedan guardianes de la calidad en este mundo absurdo, sin cánones, en el cual vivimos.
Y sin embargo traigo noticias. Muy malas noticias para algunos, la verdad, pues hace medio siglo largo que el “genio” es un concepto puesto en tela de juicio y que los llamados “criterios de calidad” se han revisado como forma de ver y mirar. La vieja contemplación ha sido sustituida por el análisis y ya no se trata de degustar la belleza, que se ha travestido de infinitas posibilidades —incluso pensadas para crispar a los escritores de postín, por cierto—. Quien no lo entienda —a estas alturas—, debería dosificar sus visitas a las exposiciones de arte actual, por pura higiene y hasta para no malgastar el tiempo.
¿Que hay mucho arte actual malo? Sin duda, y algunos conseguimos hasta distinguirlo. Pero también las librerías están plagadas de libros infumables y no por eso nos ponemos a lanzar proclamas ni a rasgarnos las vestiduras, ni a llamar ignorantes e ingenuos a los que leen esos textos que no nos gustan o que no entendemos.
Sea como fuere, por alguna extraña razón el arte actual —y sus escenografías— despierta fascinaciones entre los escritores. Novelas maravillosas como Los estratos, La mucama de Omicunlé, El mundo deslumbrante o El mapa y el territorio lo toman como telón de fondo, a veces para reflexionar sobre lo tramposo y aleatorio del “éxito”. ¿Creerán acaso que en el mundo del arte es más fácil meter gato por liebre que en el de la literatura? ¿O será que desde fuera este mundo se imagina más fotogénico, más glamuroso, y por esa razón más abierto a las mascaradas?
Pese a todo —lo comentaba hace días en este mismo diario Javier Rodríguez Marcos, citando a nuestro amado César Aira, uno de los escritores que con más lucidez y mesura han reflexionado sobre el arte contemporáneo—, los detractores de ese arte actual son esenciales para el ecosistema, así que nada que objetar a sus opiniones. Pese a todo, a menudo son algo redundantes. Y se hacen pesados.
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