jueves, 15 de septiembre de 2016

UN PASEO POR EL LAVAPIÉS DE ORWELL (artículo de Mikel Aramburu)


Mikel Aramburu describe en Bajo el signo del gueto (2002) cómo los inmigrantes utilizan calles y plazas de manera más intensiva que los autóctonos porque, por razones materiales, a menudo no pueden acceder a otros lugares. El antropólogo vasco asegura que esas “agrupaciones de inmigrantes en los espacios públicos tienen un déficit de legitimación social” y desatan rápido políticas institucionales de restricción, persecución y control. Lavapiés, donde conviven 88 nacionalidades, es un buen ejemplo.

En la exposición fotográfica Cabestro, la licenciada en Bellas Artes Carol Caicedo (Madrid, 1989) trata de abordar este fenómeno, y deja en el camino alguna captura que recuerda a las dístopías de George Orwell: “Ahora que aumenta la inversión privada y la especulación en Lavapiés, se proyecta una determinada imagen, la cara A, que sirve para promocionar el nuevo barrio de moda en la capital. La cara B, con la que yo trabajo, es una losa de cemento como plaza, desprovista de mobiliario urbano, con cámaras de seguridad, donde se reúnen quienes no pueden ir a las terrazas. Partiendo de ahí, trato de recrear esa atmósfera represiva”.

LA CARA B ES UNA LOSA DE CEMENTO, DESPROVISTA DE MOBILIARIO URBANO, CON CÁMARAS, DONDE SE REÚNEN QUIENES NO PUEDEN IR A LAS TERRAZAS.

Entre las empinadas calles de Lavapiés, y con vistas a la misma plaza que aparece en las fotografías, se encuentra El Cuarto de Invitados, una galería coordinada por siete artistas que carece de subvenciones y financiación exterior, y a la que van a parar exposiciones y proyectos de esta suerte. Sus coordinadores eligen a un comisario que cuenta con total libertad para llevar a cabo la muestra y este, a su vez, escoge al siguiente. La apertura del nuevo curso corresponde a Semíramis González (Gijón, 1988), gestora cultural, bloguera y firma habitual de PHotoEspaña. Fue ella quien seleccionó el trabajo de Carol Caicedo, que se muestra allí hasta el 23 de octubre.

La morfología de esta plaza se asemeja a la arquitectura carcelaria. Su estructura, parecida al patio de una prisión, sugirió a la autora resortes visuales para trabajar la idea de límites físicos, psíquicos y sociales. “Hablando de los suicidios en el Reino Unido, una autora dijo que no necesitamos una pistola para matar a alguien, no necesitamos levantar muros para construir una cárcel.  Es verdad. En la ciudad es fácil vivir con la sensación de encierro. Quiero evocar ese estado mental”, declara.

En su soliloquio, Caicedo recurre a una cita de Arturo Barea extraída de La forja de un rebelde (1940): “Si resuena Lavapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones: allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba”. La fotógrafa dice identificarse plenamente con esas palabras redactadas desde el exilio porque, a su juicio, describen ese Lavapiés de extremos. Además, la autora revela un interés por la historia del barrio que queda patente, por ejemplo, cuando capta los restos del Convento de Santa Catalina que se alzó, hasta 1973, en lo que hoy es la plaza de Nelson Mandela. La imagen contrapone aquellos restos de piedra caliza con los grises materiales que hoy revisten el lugar.

Los planos cenitales evocan a aquellos que conceden las cámaras de videovigilancia que, desde 2009, pueblan las esquinas de Lavapiés. La geometría del espacio aparece en contraste con la vida: la piel de una mano sobre el hormigón, el pájaro tratando de cargar con comida en un paisaje formado por líneas rectas, un niño colándose entre los barrotes, el tigre de un tatuaje como símbolo de la naturaleza perdida.

MADRID ES UNA CIUDAD SEGREGADA, CON UNA DISTRIBUCIÓN URBANA BASADA EN LA CLASE.

Caicedo apoya su trabajo en las teorías de Erving Goffman sobre lasinstituciones totales. La fotógrafa también encuentra a su musa en el panóptico ideado por Jeremy Bentham y, sobre todo, en los discursos que sobre este discurrió Michel Foucault en Vigilar y castigar(1975). “No estoy documentando una realidad con pretensiones de objetividad. Parto de lo específico, una plaza, para ahondar en algo universal: los límites, el control, la vulnerabilidad. Madrid es una ciudad segregada, con una distribución urbana basada en la clase”, aclara. Como argumenta, incluso la esperanza de vida varía entre unos barrios y otros de la capital.

Otra cosa es que los mismos vigilados, de los que trata la exposición, pasen por El Cuarto de Invitados. O que esta obra pueda, realmente, plantear una reflexión sobre el barrio. Con todo, esa es la voluntad de González. El 8 de octubre, aprovechando la exposición, el cuarto alojará otra conversación: El espacio público en Lavapiés. Arte, género y habitabilidad. “Aunque algunas problemáticas sí encuentran eco entre los artistas que trabajan aquí, como las redadas racistas contra personas sin papeles o las cámaras de seguridad, otras, como las agresiones sexuales o el hostigamiento verbal callejero, parecen invisibles”, explica la comisaria. La misma Caicedo padeció acoso verbal, por el mero hecho de ser mujer, a lo largo del año en el que captó estas fotografías. “A las mujeres eso nos ocurre en Lavapiés y en cualquier otro sitio”, asegura González.

El nombre de la muestra, Cabestro,tiene una doble acepción. Por un lado, alude a la calle que desemboca en la plaza, Cabestreros, y que es al tiempo un homenaje a quienes intercambiaban su ganado allí, hace ya un siglo. En 2014, el consistorio regido por Ana Botella la bautizó como plaza de Nelson Mandela; la misma semana en que la alcaldesa daba el nombre de Margaret Thatcher a uno de los recovecos de la gran glorieta de Colón, y que hasta entonces carecía de una designación propia. Por otro lado, y como cuenta la fotógrafa, el cabestro es un buey manso que guía a las reses bravas; así, el trabajo también se refiere a la torpeza de quienes se dejan dirigir por otros.

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