viernes, 2 de septiembre de 2016

DANZA SÉLFICA. El selfie es el capítulo más moderno de la historia del retrato. Lejos de ser una moda, se ha consolidado como un género fotográfico (Artículo de Joan Fontcuberta)



Un spot televisivo para anunciar un nuevo modelo de cámaras digitales Samsung compendiaba en 60 segundos todo un tratado fenomenológico de la evolución de la fotografía: nos encontramos en una playa solitaria y una muchacha pasea avanzando hacia la orilla. De repente descubre un cadáver mecido por las olas y empieza a chillar despavorida. Pero saca su cámara y dispara una y otra vez con fogonazos de flash. Después de unas tomas, agarra unas algas y las echa al lado del cuerpo, para que entren en el encuadre. Sin dejar de disparar, habla a alguien con su móvil. Finalmente, se da la vuelta y se hace un selfie con el ahogado de fondo. El anuncio termina con la aparición del eslogan: “¡Hay tantas escenas interesantes en la vida!”. Conclusión: necesitamos tener nuestra cámara siempre dispuesta para no perdernos esas ocasiones irrepetibles.


Ese corto relato entroniza tres estadios de la expresión fotográfica. La primera etapa revela el impulso documental, la acción que satisface la curiosidad y la sorpresa. Podemos asociarlo a los primeros pasos de la fotografía: la necesidad de registrar y conservar la imagen de una realidad “en bruto”. En la siguiente etapa la joven fotógrafa interviene en la escena retorizándola con la incorporación de las algas. Esa acción que surge con espontaneidad apuntaría a un afán de interpretar y no solo de testimoniar, logrando en consecuencia una imagen más explícita y expresiva. Desde la metodología documental estricta, la muchacha comete una infracción, pero es una infracción perdonable porque permite que aflore de forma incipiente lo que podríamos llamar staged photography o “fotografía escenificada”, la cual revelaría un uso artístico y no meramente instrumental de la cámara. En la primera etapa focalizamos un hecho, en la segunda una intención. En ambos casos nos debatimos aún en el dominio de la fotografía, pero en la tercera etapa ya irrumpe la posfotografía: en un giro copernicano la cámara se despega del ojo, se distancia del sujeto que la regulaba y desde la lejanía de un brazo extendido se vuelve para justamente fotografiar a ese sujeto. Acabamos de inventar el selfie.


En la ergonomía del selfie destacamos en primer lugar que la exploración de la realidad no se efectúa con el ojo pegado al visor de la cámara. La distancia física y simbólica que se interpone, acrecentada a menudo por ese ridículo adminículo que es el selfie-stick (o palo de selfie), esto es, la pérdida de contacto físico entre el ojo y el visor desprovee a la cámara de su condición de prótesis ocular, de aparato ortopédico integrado a nuestro cuerpo. Ya no hay proximidad, ahora la realidad aparece en una proyección fuera del cuerpo, distinta de la percepción directa, en una imagen que ocupa una pequeña pantalla digital y que ya ha sido procesada. Pero es en lo epistemológico donde el selfie introduce un cambio más sustancial ya que trastoca el atávico noema de la fotografía esto–ha–sido” por un “yo–estaba–allí”.


Desplaza la certificación de un hecho por la certificación de nuestra presencia en ese hecho: por nuestra condición de testigos. El documento se ve así relegado por la inscripción autobiográfica. Inscripción que es doble: en el espacio y el tiempo, es decir, en el paisaje y en la historia. No queremos tanto mostrar el mundo como señalar nuestro estar en el mundo.

Un grupo de fotógrafos de la Byron Company realiza un selfie pionero en diciembre de 1920. Colección del Museum of the City of New York


Este afán autobiográfico implica la inserción del yo en el relato visual con tal arrebato de subjetividad que en lo psicológico activa el estruendo de la erupción narcisista mientras que en lo estético desac­tiva el canon documental inherente hasta ahora en la foto vernacular. Cabe entonces preguntarse si el selfie es la expresión de una sociedad vanidosa o egocéntrica. La respuesta es que no necesariamente: de hecho, aunque Internet funcione como un gran altavoz del narcisismo —como de tantas otras cosas—, la afirmación del yo y la vanidad han recorrido toda la historia de la humanidad. Los selfies apelan a precedentes en la historia de las imágenes, pero, como cuenta Jennifer Ouellette, funcionan en la era digital como “reguladores de sentimientos” que siguen alimentando la necesidad psicológica de extender la explicación de uno mismo. La gran diferencia es que esta explicación se encuentra, por un lado, al alcance de todo el mundo y, por otro, se ve amplificada a través de la caja de resonancia de las redes sociales y de los servicios de mensajería electrónica.


Internet introduce su particular forma de confrontarnos con la condición maleable de la identidad. Antaño la identidad estaba sujeta a la palabra, al nombre que caracterizaba al individuo. La aparición de la fotografía desplazó el registro de la identidad a la imagen, en el rostro reflejado e inscrito. Con la posfotografía llega el turno a un baile de máscaras especulativo donde todos podemos inventarnos cómo queremos ser. Por primera vez en la historia somos dueños de nuestra apariencia y estamos en condiciones de gestionar esa apariencia según nos convenga. Los retratos y sobre todo los autorretratos se multiplican y se sitúan en la Red expresando un doble impulso narcisista y exhibicionista, que también tiende a disolver la membrana entre lo privado y lo público.


En el “enjambre digital” —según término acuñado por Byung-Chul Han para referirse al espacio social de Internet—, todos interactuamos en una red infinita de conexiones donde modelamos las identidades en función de esos vínculos. En ese enjambre el fenómeno selfie constituye un significativo síntoma que proclama la supremacía del narcisismo sobre el reconocimiento del otro: es el triunfo del ego sobre el eros. Pero su avasallante irrupción entre las prácticas posfotográficas debe leerse en clave de gestión del impacto que deseamos producir en el prójimo. No olvidemos que por primera vez en la historia esa gestión no depende de fabricantes de imágenes ajenos a nosotros, se trate de artistas o fotógrafos profesionales, sino que está en nuestras manos. Por tanto, también lo está su sentido moral o político, y la responsabilidad que esa facultad entrañe.


Es cierto que en los selfies más comunes la voluntad lúdica y autoexploratoria prevalece sobre la memoria. Básicamente lo que hoy pedimos a las fotos es que se puedan compartir y que se adapten a dinámicas conversacionales. Tomarse fotos y mostrarlas en las redes sociales forma parte de los juegos de seducción y de los rituales de comunicación de subculturas posfotográficas de las que, aunque capitaneadas por jóvenes y adolescentes, casi nadie queda al margen. Estas fotos ya no son recuerdos para guardar, sino mensajes para enviar e intercambiar; las fotos se convierten en puros gestos de comunicación cuya dimensión pandémica obedece a un amplio espectro de motivaciones: pueden ser utilitarios, celebratorios, formalistas, introspectivos, seductores, eróticos, pornográficos… y hasta de transgresión política. Este repertorio pivota para Edgar Gómez Cruz alrededor de cuatro ejes: juegos de identidad, narrativas del yo, autorretratos como terapia y experimentación fotográfica. A esto habría que añadir que hoy en muchos casos las fotos ya no se toman para ser vistas, sino que se han convertido en una ocupación que va mucho más allá de sus usos originales (representación, testimonio, memoria, etcétera) para convertirse en algo inalienable de la propia vida, a caballo entre la adicción y el placer: el acto de fotografiar puede prevalecer sobre el contenido de la fotografía.


Técnicamente, en la masiva producción de selfies se diferencian dos principales modalidades operativas, que pueden ser designadas con sendos neologismos de autofoto y reflectograma. Para el primero solo es menester un objetivo gran angular y un brazo lo suficientemente largo como para encajarnos en el encuadre a base de un sistema de prueba y error, porque aunque algunos teléfonos van provistos de cámaras por los dos lados —como concesión a la selfimanía—, lo más habitual es tener que disparar a ciegas. En el reflectograma, en cambio, nos hacemos el autorretrato frente a un espejo, lo cual, aunque siempre intervenga una cierta dosis de aleatoriedad, aporta un mayor grado de control. Sin duda esa ventaja justifica que los reflectogramas hayan precedido a las autofotos tanto en la fotografía analógica como en el imaginario digital. Desde la perspectiva de la cultura fotográfica, la presencia simultánea de la cámara y el espejo nos regala en los reflectogramas sustanciosas implicaciones de alcance ontológico y simbólico.


A veces se ha considerado la fotografía analógica como una disciplina propia de los elfos, esos seres de la mitología escandinava sobresalientes por su belleza e inmortalidad. Ambos dones han contribuido a perfilar el horizonte de lo fotográfico: la verdad y la estética, el tiempo y la memoria. Si se me permite terminar con un juego de parónimos, diría que si la fotografía ha sido élfica, la posfotografía está siendo sélfica. Y esta dimensión sélfica no constituye una moda pasajera, sino que consolida un género de imágenes que ha llegado para quedarse, como los retratos de pasaporte, la foto de boda o la turística. Aunque nos pueda desagradar su diagnóstico, los selfies constituyen un material en bruto que nos ayuda a entendernos y a corregirnos. Y del que ya no sabremos renunciar.

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